María José Cabezudo
Presidenta de la Fundación Saraki
Estamos hablando siempre de tolerancia, de empatía, de inclusión. Estas palabras resuenan en diferentes discursos, en diferentes ámbitos. Pero, ¿cómo hacemos para que éstas no sean simples palabras en una sociedad que nos demuestra día a día la poca aceptación real a lo que es diferente, a lo que no se encuadra perfectamente en los estándares que nos inculcaron desde pequeños?
Hablamos de inclusión, sin embargo, todos los días somos testigos de intolerancia y discriminación en diferentes espacios y realidades: niños y jóvenes en sus escuelas, mujeres en sus hogares, trabajadores en sus puestos de trabajos. La regla general parece seguir siendo que todos deberíamos actuar de la misma manera, pensar lo mismo, aprender al mismo tiempo y si salimos de esta norma nos hacen sentir que estamos errados o no encajamos.
Nos convencen, en un discurso que pretende ser inclusivo, que todos somos iguales, y eso definitivamente NO es así.... En primer lugar, no somos iguales, esa es la primera cualidad del ser humano, somos distintos en todos los sentidos. Y esta diferencia que nos caracteriza suele ser muchas veces causa de inequidades por no considerar las necesidades y particularidades de la diversidad.
Y si nos ponemos a pensar que diferentes somos todos, ¿cómo es posible que tengamos que recibir el mismo trato? Acá el término correcto no es igualdad, debería ser equidad. Lo cierto es que todos debemos tener el mismo derecho a participar, a aprender, a cumplir nuestros sueños y anhelos, pero para lograrlo es fundamental que se consideren las características individuales de las personas. Requerimos de un trato equitativo, no igualitario.
En las personas con discapacidad esta situación se hace muchas veces más evidente y consciente. Cuando niños tienen el mismo derecho a la educación, pero esa educación debe asegurar respetar sus diferencias y permitir que lleguen al mejor resultado posible, sólo de esta manera podremos alcanzar una verdadera educación inclusiva. No todas las personas con discapacidad necesitan lo mismo. Algunos necesitaran de rampas, otras lengua de señas en su proceso educativo. Pero queda claro (o debería) que no son sólo los niños con discapacidad son los que precisan de ese trato diferenciado y equitativo. Un niño, en diversos momentos de su vida puede requerir un apoyo diferente, que le permita sortear una dificultad temporal o permanente que puede marcar su desempeño futuro.
Lo mismo pasa con un trabajador con discapacidad. Requieren de ajustes en el puesto de trabajo, cierto. Pero esa necesidad es compartida muchas veces por otros trabajadores sin discapacidad que, por motivos personales, familiares u otro pueden requerir ajustes que le ayudarán, no sólo a tener un mejor rendimiento para la empresa, sino que mejorarán en gran medida su calidad de vida.
Sólo cuando entendamos que inclusión no es sinónimo de igualdad, sino de equidad estaremos acercándonos un poco más a esa sociedad inclusiva de la que tanto hablamos, pero que aún se nos está escapando y no logra convertirse en una realidad.