Jorge García Riart
Doctor en Educación Superior
¿Transformamos  la educación pública paraguaya o transformamos el modelo de cómo financiamos la educación que tenemos? Es una pregunta dicotómica aparentemente complicada de resolverla. No obstante, debemos hacer la reflexión.
Un experto en presupuesto, ni siquiera un experto en educación, dirá que para enfrentar una transformación financiera es necesario clarificar primero los objetivos que se quieren alcanzar. Es decir, la proyección numérica debe ser equivalente al proyecto educativo.
Por ejemplo, si queremos 30% más de niños y niñas en edad escolar dentro del sistema educativo, tenemos que calcular los gastos derivados de las condiciones estructurales del aula, la hora docente, los recursos didácticos, la alimentación, etc.
Paraguay está inmerso actualmente en un denominado Programa Nacional de Transformación Educativa que busca con el horizonte puesto en el año 2030 cambiar profundas líneas actuales de ejecución. Uno de los ejes de trabajo es precisamente el financiamiento.
Pero mientras esto sucede (grupos de discusión y diagnósticos sobre el estado de la cuestión), la realidad nos supera. No solo por pandemia, sino por falta de priorización política, el gasto público en educación en el Paraguay está corriendo a la inversa de la tendencia mundial y/o regional.
Es decir que en vez de incrementarse el presupuesto, la noticia es que estamos yendo para abajo. Los diarios han recogido esta información en primera plana en los últimos meses sin que suceda mayor conmoción social o quebranto de quienes tienen que tomar decisiones certeras (¡nos preocupa el chaleco de una reina!).
Esta situación hace además que decrezca el porcentaje de inversión en educación con relación al Producto Interno Bruto (PIB). Actualmente, la relación del Presupuesto del Ministerio de Educación y Ciencias con el PIB está por debajo del 3% y la tendencia es que disminuya más para el 2022.
Sin embargo, para garantizar el derecho de acceso a y permanencia en el sistema educativo nacional a todos (100%) los niños y las niñas (como lo proponen  el ODS 4), los cálculos señalan que para este año tendríamos que  haber alcanzado el 7% de inversión con relación al PIB.
De igual modo, si solo nos hubiéramos focalizado solo en atender los derechos de los sectores de la población en edad escolar más vulnerables, la estimación óptima es que tendríamos que  tener a la fecha una inversión como porcentaje del PIB alrededor del 6%.
Como un juego de palabras, la inversión actual en educación se produce a la inversa de lo necesario; dicho de otro modo, no se corresponde con la envergadura que exige la calidad educativa. Hay muchas pruebas de despilfarro en educación. Fonacide es emblema de fracaso.
La fórmula de la inversión en educación basada sobre el PIB solo intenta resolver una parte del problema financiero. La cuestión es que necesitamos más recursos incrementales para hacer frente a todos los propósitos que tenemos y, para ello, tenemos que generar un nuevo modelo.
Podemos decir que tenemos metas educativas claras (nuestros objetivos son elocuentes), pero no tenemos dinero para alcanzarlas. Si solo como porcentaje del PIB haremos la inversión, un país pobre como el nuestro está condenado al fracaso educativo.
Si comprendemos que la educación es prioridad de Estado, mejoramos el gasto público, apoyamos sectores para lograr equidad, conectamos los esfuerzos del sector privado hacia el bien público, solo como algunas sugerencias, podríamos conseguir torcer el modelo vigente.
Lamentablemente la propensión es hacia abajo. El Ejecutivo y el Legislativo parecen coincidir por ahora en que habrá recortes importantes en educación para 2022. Esto nos devuelve al origen del problema: estamos perdiendo los objetivos y, con ello, consabidamente el presupuesto.