Alfredo Pajés
Country Human Resources Officer del Citi
Practicar un deporte siempre ha sido una consigna para mis hijos. Es uno de esos decretos parentales que no están en discusión. Podemos llamarlo algo así como dictadura o crianza a la vieja usanza, pero está dando sus resultados. Todos vienen practicando básquetbol desde hace años. De hecho, cada uno de ellos está en la selección de su colegio dentro de sus categorías y juegan todos los intercolegiales. Y nosotros, los padres, también nos sumamos alentando cada juego por más de que cada competencia te robe interminables fines de semana, pendientes de los fixtures y horarios que no se alinean con las necesidades de descanso. En definitiva, es un encierro a puertas abiertas. Pero bueno, por los hijos hacemos de todo. Con la pandemia estos eventos quedaron suspendidos, pero ya volverán. Lo que quiero compartir con ustedes es algo que pasó unos años atrás.
Mi nena estaba en la selección de básquet en su categoría de sub 8. El equipo apenas podía conformarse cada vez que teníamos un partido. La mayoría de las niñas practicaban otras disciplinas y juntar al equipo de básquet era una odisea. Estaban justitas. Si una faltaba sencillamente perdíamos por walkover. Cada jornada deportiva era un estrés para completar el team. Sin embargo, las nenas eran entusiastas y estaban comprometidas con el equipo y con el cole. Había compromiso y sentido de unidad, de pertenencia.
Y ahí estábamos de nuevo todos los padres alentando a las niñas un sábado caluroso en pleno intercolegial organizado por uno de los colegios más emblemáticos de Asunción. Era un partido muy complicado. El equipo contrario, rival tradicional de nuestro colegio, superaba a las nuestras no solo en tamaño sino en cantidad. Ellos podían hacer relevos constantemente mientras que nosotros no. Las nenas estaban cansadas y el rival era tanto física como tácticamente superior. Sin embargo, nuestro equipo tenía otras características que yo no veía en el oponente.
La primera: el técnico, en este caso, “la profe” que comandaba al equipo de mi nena, antes que concentrarse en lo complicado que ya estaba la diferencia en el tablero, se concentraba en resaltar el esfuerzo y entusiasmo de las niñas. Se enfocaba en alentarlas permanentemente, en hacerlas saber que estaba mirándolas, atenta a sus jugadas y de cada movimiento ella trataba de sacar un aprendizaje para sus discípulas. ¡Eso!, ¡Fuerza! ¡Dale que podemos! ¡Muy bien!. Así durante todo el encuentro. Motivar a un equipo que está en gran desventaja y perdiendo no es una cosa fácil, pero ese impulso hacía que las niñas sigan jugando como si el tablero estuviese a su favor. Un líder que inspira y cree en su equipo puede lograr cosas extraordinarias más allá de que los miembros no tengan todas las cualidades técnicas requeridas o que el partido sencillamente no esté a su favor.
La segunda: el equipo, conformado por cinco niñas de ocho años, de contextura notablemente menor a la de sus rivales, hacía un gran esfuerzo por anotar cada doble que podían y festejaban como si fuera en tanto de la victoria cada balón que pasaba por ese inalcanzable aro. Las nenas se apoyaban, cuando alguien era acorralada por el rival, una o dos iban a su auxilio. Estaban coordinadas. No puedo asegurar que estaban decididas a ganar, pero sí estaban decididas a jugar lo mejor que podían y no se rendían. Segundo aprendizaje, aún cuando las cosas no van como inicialmente uno las planeó, el trabajo en equipo; el apoyo al compañero y estar enfocados en el objetivo común es fundamental para no abandonar la batalla en la primera.
Pero lo más interesante para mí estaba por llegar. Mi nena, que estaba luchando como lo estaban haciendo las demás sobrinitas del equipo, había sido partícipe de una jugada un tanto violenta cuando aún faltaban unos buenos minutos para que acabara el juego. Una de las niñas del equipo contrario no midió su fuerza cuando al querer hacerse con el balón chocaron durante la jugada y mi niña salió literalmente despedida puliendo el piso de la cancha con su rodilla. Un duro golpe y un raspón en la pierna fueron el resultado de una jugada que duró segundos. El juego se paró por unos instantes. La profe corrió a su auxilio al igual que el árbitro del encuentro. Nosotros mirábamos la escena desde la orilla de la cancha alentándola como podíamos, entre todos, también los padres de las demás nenas. Afuera había como otro equipo de contención. Eso era como un esfuerzo colectivo para sostener a todas desde dentro y desde fuera de la cancha. Mi nena comenzó a llorar. Era evidente que sentía dolor. Sus demás compañeras la rodeaban. Pensamos que el juego terminaría ahí mucho antes de que se cumpla el tiempo reglamentario. Pero para nuestra sorpresa ella se reincorporó a duras penas y el juego continuó.
Los minutos restantes nuestra pequeña selección siguió jugando como si nada hubiera pasado. Con la misma energía como si el partido acabara de comenzar. Mi nena continuó pero esta vez con lágrimas en los ojos, de dolor, seguro. De rabia, quizás. Pero seguía jugando y seguía llorando. Ella optó por seguir en el equipo, por reanudar el juego y continuar hasta terminar el juego. Con llanto en los ojos seguía luchando por algo que a esas alturas era inalcanzable. Y así lo hizo hasta que sonara el silbato final. Esa escena me conmovió profundamente, No solo a mí sino a todos. Me sentí profundamente orgulloso de ella y de sus compañeras. El partido terminó y las nuestras perdieron, por lejos. Pero esa tarde ganamos más que un partido.
Mientras el otro equipo se enfocó en ganar el juego a costa de todo. El nuestro se enfocó en competir hasta el final, en sostener el equipo hasta el último momento aún cuando las circunstancias eran desfavorables, en mantenerse unidas a pesar de las adversidades del juego y con una profe que aún después de la derrota, abrazada a sus niñas y las felicitaba como si hubieran ganado una competencia olímpica. Una tarde donde todos aprendimos algo más que jugar un partido de intercolegial.
Aprendimos que cuando se es parte de un equipo, a este no se le abandona ni en las peores situaciones. Aprendimos que los equipos no solo deben festejar los triunfos sino también aprender de las derrotas. Aprendimos que abandonar no es una opción cuando se trata de jugar entre todos por un objetivo que, aunque sea inalcanzable, debe ser el sentido de todo el esfuerzo colectivo y el empeño de cada uno. Aprendimos que cuando un equipo tiene un buen líder los desafíos se asumen de una manera mucho más optimista. Aprendimos que no siempre contamos con todos los talentos necesarios pero que debemos aprender a jugar partidos con los que tenemos sin dejar de sacar lo mejor de cada uno. Aprendimos muchas cosas.
Por más juegos como este, donde lo que importe no sea solo ganar sino aprender a sentirnos verdaderamente parte de un gran equipo.