El Plan Nacional de Transformación Educativa (PNTE), ahora, en proceso de socialización por resolución del Ministerio de Educación y Ciencias, ha despertado el pronunciamiento de sectores disonantes. Por un lado, escuchamos el interés en paralizar su implementación.
Por otro lado, sentimos, su necesaria ejecución para asumir los problemas más importantes de la calidad y de la performance educativa en nuestro país. La polarización no aborda precisamente los pasivos básicos de nuestra educación pública.
Los techos de las aulas y de los pasillos de las escuelas se caen, cierto. Faltan materiales de lectoescritura en las escuelas, también. La conectividad a la Red de las escuelas es bajísima, contundente. No todos los docentes están preparados para equilibrar clases semipresenciales, preocupante. Nuestros niños no pasan de una lectura mediocre, de realizar operaciones matemáticas simples y nuestros jóvenes no entienden lo que leen; agréguele la exclamación final.
En términos económicos se puede decir que los resultados de la educación paraguaya no cumplen con la eficiencia interna estimada por el presupuesto anual que progresivamente ha venido incrementándose. Es decir, si se colocan ciertos rubros para aumentar la escolaridad y no se alcanza la meta en el año previsto, se puede concluir que la inversión fue ineficiente.
El problema del presupuesto público destinado a educación es también de eficiencia externa, en otras palabras de beneficios sociales. En clases de primer año de universidad, podemos medir ciertos indicadores de resultados de la Media: encontramos jóvenes que no pegaron jamás un ojo en una literatura clásica, peor, “no la conocen luego”, o no comprenden lo que pueden llegar a leer; precisamente, están en la universidad para ser profesionales.
Ante esta descripción, bastante estudiada y publicada, evidentemente tenemos una matriz de financiamiento de la educación pública -arrastrada desde décadas atrás- que ya no es capaz de propulsar los resultados internos y externos esperados. Nuestra matriz productiva y de competitividad también es baja. En adelante, la meta es lograr la superación de estos indicadores conectados a la matriz de una estrategia país.
Precisamente, eso debe ser el PNTE, una política de Estado para los próximos años alineada a un gran consenso sociopolítico nacional, donde todos nos pongamos de acuerdo cómo, en qué y cuánto invertiremos en educación y, logremos, que esa inversión, sea sostenible; en detalle: asegurar la inversión en educación, mejorar la calidad del gasto educativo y conseguir articulación intersectorial e interinstitucional de la gestión.
Para cumplir con los propósitos de la transformación educativa, al año 2025, se calcula que la inversión debe corresponderse con el 5,2% del Producto Interno Bruto, que en un escenario oportuno se expresaría en 2.165 millones de dólares. El escenario más crítico se estima en 3,7% del PIB, equivalente a 1.702 millones de dólares, que es casi como estamos ahora, por lo cual no avanzaríamos nada.
El verdadero costo de la transformación educativa para los próximos años tiene un gran componente cuantitativo, necesario de ser abordado con propiedad, seriedad y responsabilidad. En este momento, hay discusiones que distraen el gran acuerdo que se tiene que asumir y, lamentablemente, malas prácticas electorales desenfocan la atención sobre lo importante. Mientras tanto, las deudas educativas se hacne cadad vez más costosas.