Jorge García Riart
Doctor en Educación Superior
En la margen izquierda del río Paraná, en Foz de Yguazú, hay un parque temático de dinosaurios a tamaño real que atrae visitantes del Mercosur. Un centro de entretenimiento diseñado para toda la familia, en especial para los niños. ¿No les parece irónico que un espacio recreado con animales prehistóricos sea tan interesante e instructivo en estos tiempos modernos?
El término dinosaurio fue acuñado por el naturalista inglés Richard Owen con el sentido de terror (dino significa terrible en griego) que semejantes bestias podrían causar. Por su enorme tamaño, estos reptiles podrían aplastar a un hombre con una sola pisada, aunque hay posiciones divididas sobre la coexistencia de ambas especies en la faz de la tierra.
En nuestra experiencia actual encontramos una cantidad de vestigios que nos indican la supervivencia de seres animados vetustos que dirigen o quieren dirigir la educación, que tienen fórmulas paleolíticas y herramientas antiquísimas. No quieren transformar la educación. Persisten aferrados a los restos de un mundo que cambió abruptamente con la última pandemia.
Así como el diluvio universal se llevó a los dinosaurios a las entrañas de las rocas, la diseminación global del COVID 19 exterminó la vieja educación, o una parte de ella; se cargó el curriculum tradicional, enterró la gestión paquidérmica y puso a la vista la osamenta de una estructura disfuncional a los nuevos requerimientos.
¿Qué nos dejó el meteoro de la extinción? La necesidad de implementar una nueva pedagogía, basada en principios de cooperación, colaboración y solidaridad; de un currículo basado en un aprendizaje ecológico, intercultural e interdisciplinario. Las escuelas deben reconvertirse en centros educativos protegidos por su tarea de inclusión, equidad y bienestar del estudiante y del entorno social.
Durante una charla reciente con una precandidata a presidente, un estudiante universitario tomó el micrófono para sugerir que “se vayan todos, incluyendo los que administran la educación actualmente”. “¿No es tiempo de volver a barajar todo?”, preguntó. La atinada respuesta fue: “desde luego que pueden irse sino tienen idoneidad, transparencia ni ética.
Aunque los dinosaurios no existan más, solo en la imaginación de Hollywood y de los parques temáticos, el gran riesgo que tenemos es vivir eternamente en el Parque Jurásico, regocijarnos con lo que fuimos e insistir en que sigamos así, inclusive en la precariedad y con lentos resultados. Los grandes lagartos de la educación son aquellos que no apuestan a la transformación.
Otro enorme legado es la despartidización de la Educación (el MEC, por ejemplo, debe ser más político, menos partidista).  En esta línea, otro candidato a presidente, en el mismo diálogo abierto al que asistí, comprometió que su prioridad será designar a un ministro implicado profesionalmente con la educación y no con un partido político. Es signo de una nueva estación.
Si bien los dinosaurios son atractivos, incluso despiertan el interés por la ciencia en muchos niños y niñas, no podemos seguir pensando que nuestro territorio se llama Pangea y que los mares no cambiaron. El continente educativo ya no es el mismo. Podemos decir que los animales que estiran en inercia al cambio están condenados a la decadencia.