María José Cabezudo
Presidenta Fundación Saraki
Hoy quiero iniciar esta columna contándoles una historia
¿Todos acá tienen hermanos? …
Yo también… Un hermano mayor. El mejor de todos. Su nombre es Carlos.
Desde muy chica, de bebé, sentí que su cariño era particularmente especial. Nunca nos peleábamos (no gracias a mí tengo que admitir), sino gracias a él. Su sabiduría y su inteligencia emocional fueron siempre tan superiores que no había espacio para nada más que no sea amor fraternal.
La bendición de tenerlo cerca fue para mí cada vez más evidente. Se convirtió en mi maestro, en mi mentor. Tenía como nadie la habilidad de ponerse en mi lugar, de ayudarme a sortear cada una de las barreras que se me aparecía, me cumplía todos mis caprichos. Cuando yo soñaba con príncipes y princesas, él se convertía en mi príncipe azul. ¡Si, verídico! Vestido con una capa (hecha de una toalla) me despertaba con el beso en el frente más tierno que uno puede imaginar: el beso de un príncipe azul.
Se convirtió para mí en un modelo a seguir, con su sabiduría no sólo llenaba mi alma, sino de todas aquellas personas que nos rodeaban (mis amigos, familia).
Pero un día crecí, ya en el colegio, de grande, empecé a darme cuenta de la cruda realidad. Primero comenzó con un compañero de la escuela que me preguntó: ¿qué le pasa a tu hermano? La pregunta no me tomó por sorpresa, sabía que mi hermano era especial, y había aprendido también que muy pocas personas estaban preparadas para ver la luz que había en él. Pero en esa escuela también me di cuenta de que yo no tenía una respuesta adecuada, algo que pudiera describir todo lo que él era, todo lo que él significaba en mi vida, algo que les hiciera entender su verdadero ser.
Y así empezaron a aparecer las barreras, no de las físicas, sino de las actitudinales. Fui cada vez más consiente que el mundo estaba decidido a separarnos; ni al mismo colegio podíamos ir juntos, como lo hacían los demás hermanos. Mis amigos cada vez mostraban menos interés en compartir conmigo espacios donde él estuviera.
Pero hubo un día que marco mi vida: cuando tenía 11 años en el colegio tuvimos un taller donde la profesora delante de todos mis amigos explicó que los niños como mi hermano (con discapacidad) eran un castigo de Dios, por pecados que sus padres habían cometido en el pasado. No podía creer lo que escuchaba. ¡Mi hermano no era un castigo de Dios, era un premio! Creo que en ese instante decidí que el mundo tenía que cambiar, y ese día decidí creer en lo que sentía, no en lo que me decían.
Y seguí admirándolo, y seguí aprendiendo de él todo lo que tenía para enseñarme.
Hoy, más de 30 años después, estoy feliz de la decisión que tomé, porque de la mano de Carlos y otras personas, tratando de mostrarles a todos que estaban equivocados, apareció Saraki. Y a través de Saraki, con personas que creen y defienden lo mismo, pude sentir que nos convertíamos en el cambio que queremos ver en el mundo.
Y es así como, dentro de ese sueño maravilloso construido por un grupo de personas comprometidas, hoy seguimos soñando y estamos seguros de que contigo a nuestro lado terminaremos construyendo ese Paraguay inclusivo con el que todos soñamos.