Por Jorge García Riart
Doctor en Educación Superior y máster en Sociedad de la Información y del Conocimiento
En 10 años las universidades dejarán de existir, inclusive las más tradicionales del mundo. Este fue el vaticinio del renombrado académico Clayton Christensen hace unos años atrás. Falleció hace poco, no por Covid-19 sino por leucemia.
La cuenta regresiva comenzó en 2015. Ya pasaron 5 años; nos quedan 5 menos. Lamentablemente, el profesor de Harvard nos dejó en enero de este año sin conocerse algún cambio en su predicción.
Si hubiera predicho la pandemia de coronavirus, seguramente habría intentado hacer un ajuste en su logaritmo. La irrupción de un enemigo invisible que se propagó exponencialmente por el mundo cambió de la noche a la mañana el modo de hacer y ser universidad.
Pero Christensen advirtió a los principales gestores universitarios, antes de irse, cuál es el principal adversario de las universidades. Algunos les escucharon, otros le pidieron políticamente que se llame al silencio. El problema es el modelo de negocio, les dijo.
Las universidades tradicionales son muy costosas actualmente, tan solo pensando que deben mantener una superinfraestructura física frente al creciente índice de matriculación en estudios online las cuentas son exorbitantes.
Comúnmente la costosísima inversión en calidad se proyecta en el estudiante. Por ejemplo, un título de la Escuela de Negocios de Harvard cuesta alrededor de 400 mil dólares. En estas condiciones, solo algunos pocos pueden pagarlo.
Los jóvenes entre 16 y 24 años se sienten muy incómodos cuando se les plantea asistir a un aula presencial por un par de horas para escuchar a un aburrido profesor de Derecho, como arquetipo descriptivo.
Básicamente, el problema del negocio actual de las universidades es que a medida que el aprendizaje en línea crezca, y el costo de la educación tradicional aumente, muchas instituciones de educación superior harán todo lo posible para mantener su modelo; entonces menos jóvenes querrán pagar tango dinero por su egreso.
La tecnología no es el meollo de la cuestión. El modelo de negocio actual plantea una disrupción más en las universidades que tiene raíces en su propio ADN, es decir en su particular identidad original: no son universidades preparadas para la innovación.
Si las universidades no son innovadoras, se esfumarán. Hay un modelo matemático que puede ayudar a romper la inercia. Pero no solo eso. Hay un modelo organizacional que puede ayudar a componer nuevas instituciones. Pero se requiere ante todo mucha creatividad y voluntad.
Hay tres atentados directos al corazón de las universidades. Primero, ya no tienen el monopolio del conocimiento; segundo ya no controlan el currículo y tercero, son instituciones burocráticas, jerárquicas y paquidérmicas para responder con prontitud y hasta con eficacia a los problemas sociales.
En 2017, Christensen se ubicó en el tercer lugar entre los 50 pensadores más influyentes del mundo. Forbes le dedicó la portada en 2011. Dijo, entre tantos honores, en una ocasión: “Este es el mejor tiempo para la innovación”. La innovación, a su juicio, puede ser un proceso predecible que proporcione un crecimiento sostenido y provechoso.